El monstruo autocorrectivo.
Un monstruo espantoso con una máscara de mimbre en forma de pico, evidentemente ciego y sólo guiado por sus instintos. De patas sobre el puente que cruza un río; una cascada a lo lejos, impresionante por su enormidad y descomunal fuerza, el cielo nublado, la niebla espesa. Tal engendro autocorrectivo, silencioso y protervo, traía consigo una ballesta, y apuntando al horizonte, lanzaba las flechas, mismas que terminaban clavadas en su máscara de mimbre. Llegó corriendo una mujer, descompuesta toda ella, con la espalda al aire y decenas de caras pueriles asomándose por su piel. Gritaba, gemía, balbucía, sangraba. Llegó donde se encontraba el monstruo, colgóse del puente enganchando su piel con las astillas adosantes y recibiendo cada una de las flechas proyectadas, murió, mitigando al fin su eterno tormento (cuál era esa angustia, es cosa que sólo ella y yo sabemos).
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